El "yo proteico" (Rifkin) es huérfano de historia y fines. Poco profundo y consciente, camaleónico, se deja llevar por la emoción y no por la razón. Busca menos trabajo y más creatividad.
A través de los medios, la colectividad establece un vínculo, no contractual sino emocional, un "ver-sentir". En él se encuentra una primacía de lo visual como opuesto a lo intelectivo y lo reflexivo. Realidad in-mediática. La imagen directa en tiempo presente enmudece su discurso y rechaza los absolutos morales y la verdad indudable. Celebra la pluralidad, el cambio. Es flexible y el "yo" se transforma para amoldarse a la situación y al entorno.
Según la mitología griega, Proteo era un dios marino, hijo de Océano y Tetis que habitaba en Pharos, frente al delta del río Nilo. Al medio día, Proteo salía del mar y se tumbaba a la sombra de una caverna en la playa, después de su siesta regresaba al mar. Conocía todas las cosas presentes, pasadas y futuras pero no le gustaba revelar lo que sabía. La metamorfosis era su hábitat. El mito proteico simboliza la búsqueda de lo que se es.
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